Por: H. K. Michael Ayala Alva
III
Era el mes de Julio.
Las bandas y batallones de todos los colegios de
Salamanca remecían las veredas, el asfalto, el viento y el mundo (el nuestro).
Todos se preparaban para ganar. Zevallos (como le gustaba ser llamado) dirigía
la banda de música del Olimpo desde hacía mucho. Era un ex - alumno que había
sido jefe de la banda, trompeta mayor y uno de los pocos que llegó a desfilar
en el campo de Marte.
Más que un profesor, era un amigo. Prefería que lo
llamen por su apellido como a todos los estudiantes, pero le gustaba que las
chicas lo llamasen Antony. Siempre estaba rodeado de ellas, en especial de las
que tocaban lira, casi siempre las más bonitas de todo el plantel. Alguna vez
lo fueron las que tocaban tarola, (siempre se hablaba de Marlene y la increíble
forma como reducía su falda hasta mostrar la mitad de sus muslos). La fuerza
con la que tocaba había ocasionado que rompiera tres tarolas en sólo un mes,
pero se había despedido de Quinto de secundaria con un Gallardete que todos
recordarían por siempre. Ortiz tocaba también. Era su espacio, su elemento,
tocaba trompeta desde sexto de primaria. Durante Segundo de secundaria, su
padre había mandado a reparar una para él, pero, más preocupado en lo bien que
se le veía que en practicar, le fue quitada al final del año por el profesor.
Desde entonces tenía que soportar la burla de los que conocían su historia.
El Director conocía a Ortiz tanto como los quinientos
alumnos del Colegio; no pertenecía ni a los matones, ni a los chancones, ni a
los líderes, ni a los policías escolares, ni a nada…salvo la Banda de música, a
la cual el Director no tomaba mayor importancia. Pero ahora, en la Dirección,
salía del anonimato, sus ojos intentaron fabricar una lágrima, para mostrarse
arrepentido. Habían terminado ya los reglazos cansados de “Cuchi Cuchi”. “No es
el mismo de hace cinco o seis años, está viejo” - pensó.
-
¡Y ya sabes, no
quiero nada de alborotos y bulla!
Ortiz agachó la cabeza en señal de arrepentimiento, se
llevó una mano a los ojos, como secándose lágrimas. Debía mostrar contrición
para que no lo vuelvan a notar, para pasar desapercibido aún más entre el mar
de estudiantes del colegio.
-
Si Director.
El fin del castigo coincidió con la hora de salida.
Chovy y toda la gente irían a jugar pelota en la canchita a tres cuadras del
colegio. Allí se decidiría quienes serían los titulares para el campeonato de
Setiembre. La gente del “C” siempre ganaba a nivel de grado y peleaba con otros
para tener el campeonato (con cuarto y con quinto). Allí estaban Chovy en el
arco, Jesús y Huanto en la defensa, Pescao, Chulapi o “Vallejo” en el medio
campo y Angelo y Juan Pablo en la delantera. Pero siempre había gente que
quería jugar también y que peleaba el puesto. Estaba Wilder, Chunchito, Angulo,
Grajeda…
Pero Ortiz no iría y faltaría un arquero. Sus amigos
se molestarían con él, le dejarían de hablar un buen rato y se burlarían al día
siguiente. Se quedó más tiempo en la Dirección para “hacer hora”, para que
todos se fueran. Le dijo al Director que
deseaba ayudarlo y como muestra de su arrepentimiento limpiaría su escritorio.
Pero se negó, en cambio, le dio el discurso parafraseando a González Prada
sobre el rol de jóvenes a la obra y los viejos a la tumba.
El tiempo que habló fue suficiente para que la gente
del salón se vaya corriendo a la canchita, mientras Guadalupe alistaba sus
cosas lentamente y se dirigía solitaria a la puerta. Mientras Cuchi Cuchi terminaba el sermón, Ortiz observaba
los lentos pasos de la nueva hacia la puerta de salida del colegio, para luego
enrumbarse por la ruta más larga hacia su casa, esa que evitaba cruzarse con
gente de otros colegios (¿por qué toma ese camino? – se preguntó Ortiz el día
que la siguió sin que ella lo notara). Guadalupe había tomado en esas dos
semanas avenidas alternativas a los “Quechuas”, la gran calle por donde pasaba
la gente del “Nuestra Señora de la Esperanza”, “Santa Angela” y la mayoría de
colegios particulares. Luego de seguirla con la mirada y despedirse del
Director prometiendo no volver a portarse mal,
trotó hacia ella para alcanzarla.
-
¡Guadalupe,
espera!
Ortiz llegó al lado de Guadalupe justo en el momento que
Marcelino (el conserje) estaba por cerrar la puerta. Cargaba su mochila con la
mano izquierda, la observó bajar la mirada, sonreír ligeramente y luego volver
a su seriedad habitual.
-
Hola Miguel ¿te castigaron no?
A Ortiz le irritaba siempre las respuestas despistadas
de la nueva, pero ella era la única que le decía Miguel y eso le gustaba, a
pesar que odiaba que le dijeran por su nombre, más porque era el de su abuelo,
un racista que siempre hablaba del “indio” de su padre.
-
Algo, pero ya
fue. ¿Y tú qué tal? ¿Te molestaron mucho cuando me fui?
Los pasos de Guadalupe se hacían lentos, no quería
llegar a casa, no quería ver a su papá, mucho menos hablarle. Durante la semana
lo había intentando, pero no le dirigía la palabra desde hacía mucho y cuando
lo hacía era para cuestiones mínimas. Rechazó sus abrazos, sus disculpas, sus
perdones. “Tienes el carácter de tu madre” – le dijo una vez. “Para qué la
embarazas pues”, le respondió. Otra cachetada que esta vez la tumbó al piso e
hizo caer los platos de la mesa. “¡No me vuelvas a responder así carajo!”, ella
bajó la mirada, enterró el orgullo en el piso de parquet, se levantó lentamente
y se fue a su cuarto.
-
Eres un tonto.
A Ortiz le sorprendió su respuesta. Esperaba
cualquiera menos esa. Tenía la sensación de que era un héroe, una suerte de
salvador personal para ella. Pensó que ella tendría una respuesta mejor, pero
le dijo que era un tonto, y quería entender porqué, necesitaba una explicación.
¿Habían servido de algo los palazos en el trasero y las piernas? ¿Habían sido
por gusto las insoportables palabras del Director? ¿De qué había servido
sacrificar la pichanga con sus compañeros?
-
Bueno, no importa
ya. Dime, ¿Te gusta leer?
Guadalupe lanzó la pregunta con una sonrisa y
mirándolo a los ojos. No pudo sostenerle la mirada. ¿Gustarle leer? ¡Claro que
no! Odiaba leer, detestaba leer, era para imbéciles, lornas, nerds. Nadie leía
en el colegio, mucho menos en un estatal. “Qué estupidez”, pensó. Había
preparado un sinfín de historias sobre lo maleado que era, las fiestas a las
que había ido, que ya había tomado cerveza y cigarro, que era un campeón
jugando pelota y que cuando jugaba de arquero era invencible. Le iba a contar
de sus enamoradas, de las muchas que había tenido, le explicaría de todas las
palomilladas que había hecho en el colegio, de su última hazaña: desaparecer el
maletín del profesor Lliucllac y cómo este había rogado a los alumnos por dos
soles para su pasaje, los mismos que se habían caído de la mochila y que
después le devolvieron. Le contaría de los apodos de todos los profesores, del
borracho de Calero, de la tía car´e galleta, de la chupalimón, de cuchi cuchi
(el director), la haría reír mucho y la llenaría de fascinaciones, de lo
divertido y relajado que era el colegio, y si eso no bastaba mentiría y
mentiría lo necesario para impresionarla. Pero no. Le había preguntado si le
gustaba leer.
-
Si, bastante.
Respondió sin pensar, otra vez. Ortiz no había leído
absolutamente nada de lo que le habían dejado en el colegio, salvo las
historias de aquella profesora suplente en primaria, quien le había ayudado a
sentirse alguna vez fascinado por el estudio.
-
¿Qué libros has leído?
¿Libros? – pensó. ¡Ni siquiera había leído cuentos
completos! ¡Si sus compañeros lo veían con un libro lo tildarían de chancón y
lo golpearían! ¿Libros? – volvió a pensar. ¿De dónde viene esta mocosa?
-
Varios.
Otra respuesta sin pensar, aunque esperaba que la
conversación cambiara rápido de rumbo.
-
¿Y tú, que libros
has leído?
Guadalupe, miró al cielo como si allí estuviera su
biblioteca. Pensó en muchas obras que le habían gustado, otras que las habían
hecho llorar y algunas reír. Era la campeona a nivel regional de comprensión
lectora, pero nunca le habían dejado pasar a fases nacionales, decían en su
colegio que la Directora de la UGEL 15 tenía ciertos tratos con otros profesores
para que siempre ganaran los colegios más grandes que el de ella.
-
Un montón, me
encanta leer, si hago una lista creo que jamás la terminaría.
Ortiz la escuchó mientras pensaba en su respuesta
(“que jodida y panuda es” – pensó). El camino se hizo algo corto a pesar de los
pasos lentos. La mayoría del trayecto fue en silencio, ambos buscaban temas de
conversación pero
furtivamente disfrutaban del simple hecho de caminar
pausadamente.
-
¿Y tú Miguel,
cuál es tu autor favorito?
No le diría jamás que ninguno, no quedaría mal ante
ella. Debía pensar una respuesta rápida y sencilla.
-
Varios, pero
mañana te digo.
Guadalupe sonrió, intuía. Se mostró cruel y lo
disfrutó, de pronto así lo espantaba y la dejaba tranquila. De pronto sí leía y
lo subestimaba. El rostro desubicado de Ortiz la hizo sonreír una vez más.
-
Debo irme, mi papá
me espera en la esquina.
Ortiz trató de no temblar. Se había enfrentado alguna
vez a la gente de “Los sauces” en una pelea. Había jugado pelota en La Parada y
en El Agustino, se había ido a ver los partidos del interbarrios con la gente
del salón. En todos esos eventos sentía la adrenalina de la emoción. Pero
ahora, ante Guadalupe y su mundo, sentía miedo.
-
Está bien, nos
vemos mañana.
Hacía mucho que la tarde había muerto. Guadalupe
sonrió una vez más al despedirse, se alejó con paso más ligero hacia su casa.
Ortiz la vio alejarse mientras contemplaba lo bonito que le quedaba el uniforme
plomo y la cinta blanca en su cabello lacio, castaño y largo. Mientras
caminaba, giró rápidamente, siempre con su folder abrazado y con una sonrisa.
-
Podemos venir
juntos mañana si quieres. Pero no vayas a preguntarme delante de todos, da un
poco de vergüenza.
Ortiz olvidó lo insoportable que solía ser Guadalupe,
sonrió pensando en el día siguiente. Decidido, pensó en leer un libro llegando
a casa.