Por: H. K. Michael Ayala Alva
IV
-
Mamá, ¿puedo
entrar a la oficina de papá?
Por lo general, Ortiz evitaba la oficina de su padre y los clientes
aburridos. Si entraba era para ayudarlo en la computadora y ganarse alguna
propina ayudándolo, pero tenía una Biblioteca con varios libros y resúmenes de
libros, muchos de los cuáles se había jactado de leer pero que jamás había
tocado siquiera.
-
Si hijo, pero deja
todo ordenado, ya sabes como es.
Miguel entró a la Biblioteca y no supo por dónde empezar. “Por donde
carajo” – pensó. Sacó su cuaderno de Lengua y Literatura y revisó los apuntes
de la clase, nada. Él ni nadie en el salón tomaban apuntes, era cuestión de “ponerse
al día” cuando faltaban muy poco para la revisión de cuaderno y el segundo
bimestre recién culminaría en tres semanas. Así que tuvo que revisar el primer
bimestre (caótico pero al día). Entonces encontró un nombre que flotaba en una
de las esquinas del cuaderno, el primero que vio en medio de todo su desorden.
-
¿Estará ese libro
aquí?
Lo buscó intensamente, comenzar con algo, lo que sea – se decía en voz
baja. Empezó a buscarlo en los libreros, primero con curiosidad, luego con
desesperación. En la esquina superior izquierda del estante de fierro de la
oficina de su padre estaba el libro, empolvado, esperando quizá que alguien lo
leyera.
-
¡Aquí está!
Miguel empezó a leer pero, ¡era un libro de poemas! ¡Qué mariconada! –
Pensó. Sin embargo, tenía que comenzar con algo, lo que sea, mañana inventaría
cualquier cosa pero no se quedaría callado ante Guadalupe. La sorprendería.
-
Como la odio.
Miguel recordó los palazos de la tarde, las burlas de sus compañeros, la
plantada a sus amigos y las mofas de las chicas de su salón. Todo pasó por su
mente en un instante y pensó en tirar el libro para ir a ver televisión. Acaso
podría esperar hasta que su madre subiera a descansar y el pudiera ver un
capítulo más de la “Serie rosa”, la
que nadie entendía pero disfrutaban de las escenas eróticas que se comentaban
en horas de recreo.
Bendito sea el año, el
punto, el día,
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.
Bendita la dulcísima
porfía
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
Benditas las palabras con
que canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
Y benditos mis versos y
mi arte
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.
Miguel empezó a leer todos los poemas, cada uno tenía algo raro, como si
le hablaran a él sin que lo conocieran. Pero en el momento en que se topó con
uno llamado “Bendito sea el año, el punto, el día”, un escalofrío entró por su
cuerpo, una conexión con alguien que no conocía y que le parecía aburridísimo
solo con escuchar su nombre, pero que ahora le hablaba a él, decía lo que
sentía por Guadalupe. Buscó un diccionario vehementemente y empezó a buscar las
palabras que no comprendía. Las escribió en su cuaderno de Literatura y luego
transcribió el poema para tenerlo, esperando que nadie lo encuentre.
El poema hablaba de él, enteramente de el. De lo que Guadalupe le hacía
sentir, de las ansias de estar siempre con ella, de mirarla, pero en especial
de ser mirado por ella, con esos ojos pardos oscuros que sabían sumergirlo en
un mundo de tranquilidad en medio de los golpes, escupitajos, broncas y peleas
del colegio.
Miguel se quedó leyendo los poemas toda la noche. Subió a su cuarto con
el libro y el cuaderno en la mochila. Mientras su hermano dormía, decidió
memorizar el poema, mientras recordaba una de las pocas veces en que le gustó
leer.
Si, era tercero de primaria, fueron los seis meses más aplicados de su
vida. El colegio San Antonio, donde estudiaba, era uno de los pocos colegios
particulares de Salamanca en aquel entonces, no era el más caro ni tampoco el
más barato. Se mantenía en un término medio. Él Sabía poco de eso pero sí su
padre. Todavía recordaba esos tiempos, aunque algo borrosos. Estaba de rodillas
contra la pared, castigado, acababa de ser despojado del cordón de brigadier
escolar. La profesora Isabel había pensado que lo calmaría dándole un cargo,
tremendo fracaso, había usado el cordón solo para panudearse, para golpear a
sus compañeros, hacerse el más vivo y apuntar a su antojo a quienes no le
respondían o lo ayudaban en las tareas. Con él estaban también otros dos
compañeros. Entonces llegó la profesora Betty, una suplente que venía a
reemplazar a la profesora Isabel por unos meses.
-
Ya no sé qué hacer
con él, ahí te lo encargo.
La profesora Isabel se fue feliz, cantando, no se suponía que haría eso,
así que cambió de expresión cuando pasó por delante de la Directora. La
profesora Betty observó a Ortiz aquella vez, se suponía que debía escribir un
“parte” y sacarlo del salón.
-
Ve a sentarte
¿tranquilo sí?
La voz de la nueva profesora lo había calmado. Reunió a todos solo con
mirarlos y sonreír, aprovechaba que era la nueva profesora y siempre era fascinante
observar un rostro nunca antes visto.
-
Ahora les contaré
una historia, sólo si prometen portarse bien.
-
¡Si profesora!
La nueva inició su relato, comenzaba casi con un susurro pero con
autoridad “Érase una vez, en una aldea lejana….” Luego continuaba, pausada a
veces, intensa otras, su voz se quebraba cuando los personajes se entristecían
y reía cuando iban generándose los finales felices uno tras otro.
-
Muy bien, hagamos
ahora un cuestionario.
Ortiz, aquella vez, respondió todas las preguntas, una tras otra (eran
veinte), tuvo múltiples faltas de ortografía, lo que no pudo explicar con
palabras lo hizo con dibujos y otros trazos, bastante malos. Al terminar el
trabajo, prefirió no entregar la tarea.
-
¿Qué bonitos
dibujos? ¿Me los prestas?
La nueva había terminado de revisar a todos los del salón, también a
Rosita y Martín, los chancones. Pero Ortiz se quedó hasta el final, echado
encima de su cuaderno para que nadie lo viera.
-
Me encanta este
dibujo ¿me lo puedo quedar?
¿Se estaría burlando la profesora? Pensó que no.
-
Si, está bien.
-
Muy bien, dame
también tu cuaderno para ponerte tu veinte.
Ortiz le entregó el cuaderno, sabía que no merecía la nota, que los
cuadernos de Rosita y Martín eran los mejores, pero observó con detenimiento y
orgullo el dos y el cero juntos, por primera vez uno después del otro y no al
revés. Al día siguiente, decidió lustrarse los zapatos, pedir a su madre que
planche su camisa y cosa los botones rotos. Le rogó para que planchara su
pantalón y le pudiera comprar algunos cuadernos nuevos para ponerse al día.
Como nunca, se despertó temprano para ir al colegio.
-
¿Hola Miguel?
¿Cómo estás?
La profesora nueva no lo llamó por su número de orden en la lista de
asistencia (el cuatro después de Arias), sino por su nombre; pero no la odió.
La profesora contaba historias para cada clase, una en la entrada, una antes
del recreo y otra a la salida, siempre dejando pendiente un hermoso continuará.
-
Pucha, ¿y que será
de la profe Betty?
Ortiz prefirió no seguir recordando. No, pensar de nuevo, en eso no. Ya
lo había olvidado (en realidad no), también a Rosita, su amiga, la que lo ayudaba
con las tareas, quien le conversaba y lo hacía dejar de jugar pelota en el
recreo. No, no era bueno recordar. Esa vez, cuando la profe nueva se fue, de un
momento a otro, sin decir adiós, sin dar explicaciones. Sólo se fue y para
siempre, que joda. ¿Y la profesora Betty? ¿No sabes? Ya se fue, la profe Isabel
ya volvió. Un baldazo de agua fría, de esa con hielo con la que uno prefiere no
bañarse en la mañana, un llanto reprimido, la sonrisita de quienes sabían
cuanto la quería. “¡Váyanse a la mierda todos!” – dijo aquella vez delante de
la formación después que le dieron la noticia. Todo el colegio volteó, también
su hermana que estaba en sexto de primaria. El auxiliar lo sacó de un jalón y
le llenó de cocachos la cabeza mientras lo llevaba a la Dirección. Recordar,
no, recordar no. Mejor olvidarse de su tercer puesto, detrás de Rosita y Martín,
el diploma que perdió cuando mandó a la mismísima todo al momento de saber que
la profe nueva se había ido, los ruegos de su madre para que no lo expulsaran
del colegio. Si señora, si no fuera porque ha mejorado ya estaría afuera, pero
yo entiendo que le haya chocado que la profesora suplente ya no esté. Aquí
entre nosotros, debe saber que era un reemplazo que no había terminado la
carrera, pero necesitábamos de alguien urgente y parece que no le fue mal. La
tanda de su padre cuando su madre le contó, la correa con hebilla incrustada en
sus brazos y piernas. ¿Recordar? Mejor no, tampoco pensar en Rosita, la niñita
recién llegada al San Antonio, la segunda razón por la que decidió estudiar
aquella vez. El incumplimiento del pago de sus padres, la espera eterna en el
patio y la lonchera cada vez más vacía, un vaso de anís, un pan con
mantequilla, ¿los demás? Frugos, panes con jamonada importada, uvas, manzanas,
frutas. Recordar, caray, vienen solitos los recuerdos – pensó.
-
Carajo, basta.
Ortiz terminó de memorizar el poema, pero siempre se olvidaba del autor,
mañana le preguntaría a la profesora de Literatura (la tía car´e galleta)
algunos detalles más que lo harían ver más inteligente. Su padre no llegaría
hasta muy noche y probablemente bastante mareado. Si venía sano, no entraría a
su cuarto ni conversaría con él. De llegar borracho, iría a su habitación y lo
despertaría, conversaría de lo mejor, hablarían de fútbol, le daría propina,
escucharía las historias de su infancia en El Agustino y como brindó junto a “Chacalón”,
“Tongo” y la gente de “Los Shapis” en un bar perdido en las calles de Riva
Agüero.
Su reloj marcó las dos de la mañana. El claxon del viejo auto de su
padre sonó. Hacía mucho que había apagado la luz de su cuarto para divagar un
poco. Escuchó a su madre bajar para abrir la oxidada puerta del garaje. Oyó
entrar un auto, Rambler 1966 apodado “El burrito” porque cargó alguna vez
motores de camión en Ticlio durante sus mejores épocas. Lo sintió entrar,
riendo, alegre, borracho, pidiendo su cena y dejando todo el dinero ganado en
el día, ya sea taxeando, ya sea haciendo trámites o llevando libros de
contabilidad a uno u otro lado.
Miguel se hizo el dormido, no quería hablar con su padre en esta ocasión.
Su papá prendería el televisor después y pondría el canal cinco, pediría la
Inca Kola que siempre se guardaba para él y sólo compartía cuando estaba
mareado. Finalmente, sucedió lo que pensaba, su padre subió a su cuarto, pero
él se hizo el dormido al momento que se prendió la luz. Su mamá no soportaba el
olor a licor, así que en esos momentos lo dejaba dormido y se iba al cuarto de
sus hermanas. Como en toda borrachera, el televisor quedaba prendido toda la
noche.
Los ojos de Miguel sintieron el sueño y la madrugada caer sobre él. Por
lo general hacía las cosas sin pensar. Pero ahora, durmió con la idea de
sorprender a Guadalupe al día siguiente (continuará…)