viernes, 3 de abril de 2015

Guadalupe (Tercera entrega)


Por: H. K. Michael Ayala Alva
IV
-          Mamá, ¿puedo entrar a la oficina de papá?
Por lo general, Ortiz evitaba la oficina de su padre y los clientes aburridos. Si entraba era para ayudarlo en la computadora y ganarse alguna propina ayudándolo, pero tenía una Biblioteca con varios libros y resúmenes de libros, muchos de los cuáles se había jactado de leer pero que jamás había tocado siquiera.
-          Si hijo, pero deja todo ordenado, ya sabes como es.
Miguel entró a la Biblioteca y no supo por dónde empezar. “Por donde carajo” – pensó. Sacó su cuaderno de Lengua y Literatura y revisó los apuntes de la clase, nada. Él ni nadie en el salón tomaban apuntes, era cuestión de “ponerse al día” cuando faltaban muy poco para la revisión de cuaderno y el segundo bimestre recién culminaría en tres semanas. Así que tuvo que revisar el primer bimestre (caótico pero al día). Entonces encontró un nombre que flotaba en una de las esquinas del cuaderno, el primero que vio en medio de todo su desorden.
-          ¿Estará ese libro aquí?
Lo buscó intensamente, comenzar con algo, lo que sea – se decía en voz baja. Empezó a buscarlo en los libreros, primero con curiosidad, luego con desesperación. En la esquina superior izquierda del estante de fierro de la oficina de su padre estaba el libro, empolvado, esperando quizá que alguien lo leyera.
-          ¡Aquí está!
Miguel empezó a leer pero, ¡era un libro de poemas! ¡Qué mariconada! – Pensó. Sin embargo, tenía que comenzar con algo, lo que sea, mañana inventaría cualquier cosa pero no se quedaría callado ante Guadalupe. La sorprendería.
-          Como la odio.
Miguel recordó los palazos de la tarde, las burlas de sus compañeros, la plantada a sus amigos y las mofas de las chicas de su salón. Todo pasó por su mente en un instante y pensó en tirar el libro para ir a ver televisión. Acaso podría esperar hasta que su madre subiera a descansar y el pudiera ver un capítulo más de la “Serie rosa”, la que nadie entendía pero disfrutaban de las escenas eróticas que se comentaban en horas de recreo.
Bendito sea el año, el punto, el día,
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.

Bendita la dulcísima porfía
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
Benditas las palabras con que canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
Y benditos mis versos y mi arte
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.

Miguel empezó a leer todos los poemas, cada uno tenía algo raro, como si le hablaran a él sin que lo conocieran. Pero en el momento en que se topó con uno llamado “Bendito sea el año, el punto, el día”, un escalofrío entró por su cuerpo, una conexión con alguien que no conocía y que le parecía aburridísimo solo con escuchar su nombre, pero que ahora le hablaba a él, decía lo que sentía por Guadalupe. Buscó un diccionario vehementemente y empezó a buscar las palabras que no comprendía. Las escribió en su cuaderno de Literatura y luego transcribió el poema para tenerlo, esperando que nadie lo encuentre.
El poema hablaba de él, enteramente de el. De lo que Guadalupe le hacía sentir, de las ansias de estar siempre con ella, de mirarla, pero en especial de ser mirado por ella, con esos ojos pardos oscuros que sabían sumergirlo en un mundo de tranquilidad en medio de los golpes, escupitajos, broncas y peleas del colegio.
Miguel se quedó leyendo los poemas toda la noche. Subió a su cuarto con el libro y el cuaderno en la mochila. Mientras su hermano dormía, decidió memorizar el poema, mientras recordaba una de las pocas veces en que le gustó leer.
Si, era tercero de primaria,  fueron los seis meses más aplicados de su vida. El colegio San Antonio, donde estudiaba, era uno de los pocos colegios particulares de Salamanca en aquel entonces, no era el más caro ni tampoco el más barato. Se mantenía en un término medio. Él Sabía poco de eso pero sí su padre. Todavía recordaba esos tiempos, aunque algo borrosos. Estaba de rodillas contra la pared, castigado, acababa de ser despojado del cordón de brigadier escolar. La profesora Isabel había pensado que lo calmaría dándole un cargo, tremendo fracaso, había usado el cordón solo para panudearse, para golpear a sus compañeros, hacerse el más vivo y apuntar a su antojo a quienes no le respondían o lo ayudaban en las tareas. Con él estaban también otros dos compañeros. Entonces llegó la profesora Betty, una suplente que venía a reemplazar a la profesora Isabel por unos meses.
-          Ya no sé qué hacer con él, ahí te lo encargo.
La profesora Isabel se fue feliz, cantando, no se suponía que haría eso, así que cambió de expresión cuando pasó por delante de la Directora. La profesora Betty observó a Ortiz aquella vez, se suponía que debía escribir un “parte” y sacarlo del salón.
-          Ve a sentarte ¿tranquilo sí?
La voz de la nueva profesora lo había calmado. Reunió a todos solo con mirarlos y sonreír, aprovechaba que era la nueva profesora y siempre era fascinante observar un rostro nunca antes visto.
-          Ahora les contaré una historia, sólo si prometen portarse bien.
-          ¡Si profesora!
La nueva inició su relato, comenzaba casi con un susurro pero con autoridad “Érase una vez, en una aldea lejana….” Luego continuaba, pausada a veces, intensa otras, su voz se quebraba cuando los personajes se entristecían y reía cuando iban generándose los finales felices uno tras otro.
-          Muy bien, hagamos ahora un cuestionario.
Ortiz, aquella vez, respondió todas las preguntas, una tras otra (eran veinte), tuvo múltiples faltas de ortografía, lo que no pudo explicar con palabras lo hizo con dibujos y otros trazos, bastante malos. Al terminar el trabajo, prefirió no entregar la tarea.
-          ¿Qué bonitos dibujos? ¿Me los prestas?
La nueva había terminado de revisar a todos los del salón, también a Rosita y Martín, los chancones. Pero Ortiz se quedó hasta el final, echado encima de su cuaderno para que nadie lo viera.
-          Me encanta este dibujo ¿me lo puedo quedar?
¿Se estaría burlando la profesora? Pensó que no.
-          Si, está bien.
-          Muy bien, dame también tu cuaderno para ponerte tu veinte.
Ortiz le entregó el cuaderno, sabía que no merecía la nota, que los cuadernos de Rosita y Martín eran los mejores, pero observó con detenimiento y orgullo el dos y el cero juntos, por primera vez uno después del otro y no al revés. Al día siguiente, decidió lustrarse los zapatos, pedir a su madre que planche su camisa y cosa los botones rotos. Le rogó para que planchara su pantalón y le pudiera comprar algunos cuadernos nuevos para ponerse al día. Como nunca, se despertó temprano para ir al colegio.
-          ¿Hola Miguel? ¿Cómo estás?
La profesora nueva no lo llamó por su número de orden en la lista de asistencia (el cuatro después de Arias), sino por su nombre; pero no la odió. La profesora contaba historias para cada clase, una en la entrada, una antes del recreo y otra a la salida, siempre dejando pendiente un hermoso continuará.
-          Pucha, ¿y que será de la profe Betty?
Ortiz prefirió no seguir recordando. No, pensar de nuevo, en eso no. Ya lo había olvidado (en realidad no), también a Rosita, su amiga, la que lo ayudaba con las tareas, quien le conversaba y lo hacía dejar de jugar pelota en el recreo. No, no era bueno recordar. Esa vez, cuando la profe nueva se fue, de un momento a otro, sin decir adiós, sin dar explicaciones. Sólo se fue y para siempre, que joda. ¿Y la profesora Betty? ¿No sabes? Ya se fue, la profe Isabel ya volvió. Un baldazo de agua fría, de esa con hielo con la que uno prefiere no bañarse en la mañana, un llanto reprimido, la sonrisita de quienes sabían cuanto la quería. “¡Váyanse a la mierda todos!” – dijo aquella vez delante de la formación después que le dieron la noticia. Todo el colegio volteó, también su hermana que estaba en sexto de primaria. El auxiliar lo sacó de un jalón y le llenó de cocachos la cabeza mientras lo llevaba a la Dirección. Recordar, no, recordar no. Mejor olvidarse de su tercer puesto, detrás de Rosita y Martín, el diploma que perdió cuando mandó a la mismísima todo al momento de saber que la profe nueva se había ido, los ruegos de su madre para que no lo expulsaran del colegio. Si señora, si no fuera porque ha mejorado ya estaría afuera, pero yo entiendo que le haya chocado que la profesora suplente ya no esté. Aquí entre nosotros, debe saber que era un reemplazo que no había terminado la carrera, pero necesitábamos de alguien urgente y parece que no le fue mal. La tanda de su padre cuando su madre le contó, la correa con hebilla incrustada en sus brazos y piernas. ¿Recordar? Mejor no, tampoco pensar en Rosita, la niñita recién llegada al San Antonio, la segunda razón por la que decidió estudiar aquella vez. El incumplimiento del pago de sus padres, la espera eterna en el patio y la lonchera cada vez más vacía, un vaso de anís, un pan con mantequilla, ¿los demás? Frugos, panes con jamonada importada, uvas, manzanas, frutas. Recordar, caray, vienen solitos los recuerdos – pensó.
-          Carajo, basta.
Ortiz terminó de memorizar el poema, pero siempre se olvidaba del autor, mañana le preguntaría a la profesora de Literatura (la tía car´e galleta) algunos detalles más que lo harían ver más inteligente. Su padre no llegaría hasta muy noche y probablemente bastante mareado. Si venía sano, no entraría a su cuarto ni conversaría con él. De llegar borracho, iría a su habitación y lo despertaría, conversaría de lo mejor, hablarían de fútbol, le daría propina, escucharía las historias de su infancia en El Agustino y como brindó junto a “Chacalón”, “Tongo” y la gente de “Los Shapis” en un bar perdido en las calles de Riva Agüero.
Su reloj marcó las dos de la mañana. El claxon del viejo auto de su padre sonó. Hacía mucho que había apagado la luz de su cuarto para divagar un poco. Escuchó a su madre bajar para abrir la oxidada puerta del garaje. Oyó entrar un auto, Rambler 1966 apodado “El burrito” porque cargó alguna vez motores de camión en Ticlio durante sus mejores épocas. Lo sintió entrar, riendo, alegre, borracho, pidiendo su cena y dejando todo el dinero ganado en el día, ya sea taxeando, ya sea haciendo trámites o llevando libros de contabilidad a uno u otro lado.
Miguel se hizo el dormido, no quería hablar con su padre en esta ocasión. Su papá prendería el televisor después y pondría el canal cinco, pediría la Inca Kola que siempre se guardaba para él y sólo compartía cuando estaba mareado. Finalmente, sucedió lo que pensaba, su padre subió a su cuarto, pero él se hizo el dormido al momento que se prendió la luz. Su mamá no soportaba el olor a licor, así que en esos momentos lo dejaba dormido y se iba al cuarto de sus hermanas. Como en toda borrachera, el televisor quedaba prendido toda la noche.

Los ojos de Miguel sintieron el sueño y la madrugada caer sobre él. Por lo general hacía las cosas sin pensar. Pero ahora, durmió con la idea de sorprender a Guadalupe al día siguiente (continuará…)

lunes, 16 de marzo de 2015

Guadalupe (Segunda entrega)


Por: H. K. Michael Ayala Alva

III

Era el mes de Julio.

Las bandas y batallones de todos los colegios de Salamanca remecían las veredas, el asfalto, el viento y el mundo (el nuestro). Todos se preparaban para ganar. Zevallos (como le gustaba ser llamado) dirigía la banda de música del Olimpo desde hacía mucho. Era un ex - alumno que había sido jefe de la banda, trompeta mayor y uno de los pocos que llegó a desfilar en el campo de Marte.

Más que un profesor, era un amigo. Prefería que lo llamen por su apellido como a todos los estudiantes, pero le gustaba que las chicas lo llamasen Antony. Siempre estaba rodeado de ellas, en especial de las que tocaban lira, casi siempre las más bonitas de todo el plantel. Alguna vez lo fueron las que tocaban tarola, (siempre se hablaba de Marlene y la increíble forma como reducía su falda hasta mostrar la mitad de sus muslos). La fuerza con la que tocaba había ocasionado que rompiera tres tarolas en sólo un mes, pero se había despedido de Quinto de secundaria con un Gallardete que todos recordarían por siempre. Ortiz tocaba también. Era su espacio, su elemento, tocaba trompeta desde sexto de primaria. Durante Segundo de secundaria, su padre había mandado a reparar una para él, pero, más preocupado en lo bien que se le veía que en practicar, le fue quitada al final del año por el profesor. Desde entonces tenía que soportar la burla de los que conocían su historia.

El Director conocía a Ortiz tanto como los quinientos alumnos del Colegio; no pertenecía ni a los matones, ni a los chancones, ni a los líderes, ni a los policías escolares, ni a nada…salvo la Banda de música, a la cual el Director no tomaba mayor importancia. Pero ahora, en la Dirección, salía del anonimato, sus ojos intentaron fabricar una lágrima, para mostrarse arrepentido. Habían terminado ya los reglazos cansados de “Cuchi Cuchi”. “No es el mismo de hace cinco o seis años, está viejo” - pensó.

-          ¡Y ya sabes, no quiero nada de alborotos y bulla!

Ortiz agachó la cabeza en señal de arrepentimiento, se llevó una mano a los ojos, como secándose lágrimas. Debía mostrar contrición para que no lo vuelvan a notar, para pasar desapercibido aún más entre el mar de estudiantes del colegio.

-          Si Director.

El fin del castigo coincidió con la hora de salida. Chovy y toda la gente irían a jugar pelota en la canchita a tres cuadras del colegio. Allí se decidiría quienes serían los titulares para el campeonato de Setiembre. La gente del “C” siempre ganaba a nivel de grado y peleaba con otros para tener el campeonato (con cuarto y con quinto). Allí estaban Chovy en el arco, Jesús y Huanto en la defensa, Pescao, Chulapi o “Vallejo” en el medio campo y Angelo y Juan Pablo en la delantera. Pero siempre había gente que quería jugar también y que peleaba el puesto. Estaba Wilder, Chunchito, Angulo, Grajeda…

Pero Ortiz no iría y faltaría un arquero. Sus amigos se molestarían con él, le dejarían de hablar un buen rato y se burlarían al día siguiente. Se quedó más tiempo en la Dirección para “hacer hora”, para que todos se fueran.  Le dijo al Director que deseaba ayudarlo y como muestra de su arrepentimiento limpiaría su escritorio. Pero se negó, en cambio, le dio el discurso parafraseando a González Prada sobre el rol de jóvenes a la obra y los viejos a la tumba.

El tiempo que habló fue suficiente para que la gente del salón se vaya corriendo a la canchita, mientras Guadalupe alistaba sus cosas lentamente y se dirigía solitaria a la puerta. Mientras Cuchi Cuchi terminaba el sermón, Ortiz observaba los lentos pasos de la nueva hacia la puerta de salida del colegio, para luego enrumbarse por la ruta más larga hacia su casa, esa que evitaba cruzarse con gente de otros colegios (¿por qué toma ese camino? – se preguntó Ortiz el día que la siguió sin que ella lo notara). Guadalupe había tomado en esas dos semanas avenidas alternativas a los “Quechuas”, la gran calle por donde pasaba la gente del “Nuestra Señora de la Esperanza”, “Santa Angela” y la mayoría de colegios particulares. Luego de seguirla con la mirada y despedirse del Director prometiendo no volver a portarse mal,  trotó hacia ella para alcanzarla.

-          ¡Guadalupe, espera!

Ortiz llegó al lado de Guadalupe justo en el momento que Marcelino (el conserje) estaba por cerrar la puerta. Cargaba su mochila con la mano izquierda, la observó bajar la mirada, sonreír ligeramente y luego volver a su seriedad habitual.

-          Hola Miguel  ¿te castigaron no?

A Ortiz le irritaba siempre las respuestas despistadas de la nueva, pero ella era la única que le decía Miguel y eso le gustaba, a pesar que odiaba que le dijeran por su nombre, más porque era el de su abuelo, un racista que siempre hablaba del “indio” de su padre.

-          Algo, pero ya fue. ¿Y tú qué tal? ¿Te molestaron mucho cuando me fui?

Los pasos de Guadalupe se hacían lentos, no quería llegar a casa, no quería ver a su papá, mucho menos hablarle. Durante la semana lo había intentando, pero no le dirigía la palabra desde hacía mucho y cuando lo hacía era para cuestiones mínimas. Rechazó sus abrazos, sus disculpas, sus perdones. “Tienes el carácter de tu madre” – le dijo una vez. “Para qué la embarazas pues”, le respondió. Otra cachetada que esta vez la tumbó al piso e hizo caer los platos de la mesa. “¡No me vuelvas a responder así carajo!”, ella bajó la mirada, enterró el orgullo en el piso de parquet, se levantó lentamente y se fue a su cuarto.

-          Eres un tonto.

A Ortiz le sorprendió su respuesta. Esperaba cualquiera menos esa. Tenía la sensación de que era un héroe, una suerte de salvador personal para ella. Pensó que ella tendría una respuesta mejor, pero le dijo que era un tonto, y quería entender porqué, necesitaba una explicación. ¿Habían servido de algo los palazos en el trasero y las piernas? ¿Habían sido por gusto las insoportables palabras del Director? ¿De qué había servido sacrificar la pichanga con sus compañeros?

-          Bueno, no importa ya. Dime, ¿Te gusta leer?

Guadalupe lanzó la pregunta con una sonrisa y mirándolo a los ojos. No pudo sostenerle la mirada. ¿Gustarle leer? ¡Claro que no! Odiaba leer, detestaba leer, era para imbéciles, lornas, nerds. Nadie leía en el colegio, mucho menos en un estatal. “Qué estupidez”, pensó. Había preparado un sinfín de historias sobre lo maleado que era, las fiestas a las que había ido, que ya había tomado cerveza y cigarro, que era un campeón jugando pelota y que cuando jugaba de arquero era invencible. Le iba a contar de sus enamoradas, de las muchas que había tenido, le explicaría de todas las palomilladas que había hecho en el colegio, de su última hazaña: desaparecer el maletín del profesor Lliucllac y cómo este había rogado a los alumnos por dos soles para su pasaje, los mismos que se habían caído de la mochila y que después le devolvieron. Le contaría de los apodos de todos los profesores, del borracho de Calero, de la tía car´e galleta, de la chupalimón, de cuchi cuchi (el director), la haría reír mucho y la llenaría de fascinaciones, de lo divertido y relajado que era el colegio, y si eso no bastaba mentiría y mentiría lo necesario para impresionarla. Pero no. Le había preguntado si le gustaba leer.

-          Si, bastante.

Respondió sin pensar, otra vez. Ortiz no había leído absolutamente nada de lo que le habían dejado en el colegio, salvo las historias de aquella profesora suplente en primaria, quien le había ayudado a sentirse alguna vez fascinado por el estudio.

-          ¿Qué libros has leído?

¿Libros? – pensó. ¡Ni siquiera había leído cuentos completos! ¡Si sus compañeros lo veían con un libro lo tildarían de chancón y lo golpearían! ¿Libros? – volvió a pensar. ¿De dónde viene esta mocosa?

-          Varios.

Otra respuesta sin pensar, aunque esperaba que la conversación cambiara rápido de rumbo.

-          ¿Y tú, que libros has leído?

Guadalupe, miró al cielo como si allí estuviera su biblioteca. Pensó en muchas obras que le habían gustado, otras que las habían hecho llorar y algunas reír. Era la campeona a nivel regional de comprensión lectora, pero nunca le habían dejado pasar a fases nacionales, decían en su colegio que la Directora de la UGEL 15 tenía ciertos tratos con otros profesores para que siempre ganaran los colegios más grandes que el de ella.

-          Un montón, me encanta leer, si hago una lista creo que jamás la terminaría.

Ortiz la escuchó mientras pensaba en su respuesta (“que jodida y panuda es” – pensó). El camino se hizo algo corto a pesar de los pasos lentos. La mayoría del trayecto fue en silencio, ambos buscaban temas de conversación pero 
furtivamente disfrutaban del simple hecho de caminar pausadamente.

-          ¿Y tú Miguel, cuál es tu autor favorito?

No le diría jamás que ninguno, no quedaría mal ante ella. Debía pensar una respuesta rápida y sencilla.

-          Varios, pero mañana te digo.

Guadalupe sonrió, intuía. Se mostró cruel y lo disfrutó, de pronto así lo espantaba y la dejaba tranquila. De pronto sí leía y lo subestimaba. El rostro desubicado de Ortiz la hizo sonreír una vez más.

-          Debo irme, mi papá me espera en la esquina.  

Ortiz trató de no temblar. Se había enfrentado alguna vez a la gente de “Los sauces” en una pelea. Había jugado pelota en La Parada y en El Agustino, se había ido a ver los partidos del interbarrios con la gente del salón. En todos esos eventos sentía la adrenalina de la emoción. Pero ahora, ante Guadalupe y su mundo, sentía miedo.

-          Está bien, nos vemos mañana.

Hacía mucho que la tarde había muerto. Guadalupe sonrió una vez más al despedirse, se alejó con paso más ligero hacia su casa. Ortiz la vio alejarse mientras contemplaba lo bonito que le quedaba el uniforme plomo y la cinta blanca en su cabello lacio, castaño y largo. Mientras caminaba, giró rápidamente, siempre con su folder abrazado y con una sonrisa.

-          Podemos venir juntos mañana si quieres. Pero no vayas a preguntarme delante de todos, da un poco de vergüenza.

Ortiz olvidó lo insoportable que solía ser Guadalupe, sonrió pensando en el día siguiente. Decidido, pensó en leer un libro llegando a casa.

lunes, 9 de marzo de 2015

Guadalupe (primera entrega)




Por: H. K. Michael Ayala Alva

I

-          ¿Te acompaño?

Ortiz preguntó a Guadalupe en voz alta, en medio del salón, mientras el profesor no llegaba y cuando todos guardaban el típico silencio producto del aburrimiento. El tedio desapareció, ella enrojeció y bajó la mirada buscando inútilmente en su cuaderno alguna salida heroica que la pudiera salvar de los gritos, las burlas de cuarenta y cinco alumnos que recién acababa de conocer.

-          Si, si quieres.

No se le ocurrió mejor respuesta. Los gritos y las molestias se hicieron más intensos, todos empezaron a golpear la carpeta, a fastidiarla intensamente con sonidos típicos de una burla escolar. El salón se llenó de griterío, la bulla traspasó las paredes, llegaron hasta la otra sección, cruzaron el pabellón, pasaron por la cancha de vóley, viajó a través de los baños y llegó a la oficina de la Dirección.

-          Carrasco, anda a ver qué pasa en Tercero “C”.

El auxiliar, fastidiado, se dirigió hasta el salón a ver qué pasaba. Sus pasos eran decididos pero pequeños, siempre con la mirada hacia el piso y el palo blanco en la mano derecha. Vestía siempre un pantalón y camisa verde los días de la formación o actuaciones centrales. Rara vez se le veía con ropa nueva, salvo las fiestas patrias, en que decían que aprovechaba su “grati” para dos cosas: meterse una soberbia borrachera en la bodega “Lucha” y comprarse un pantalón y una camisa nueva. Pero ese día era distinto, el chisme de su inminente despido había viajado desde el comentario distraído de la profesora de Lengua y Literatura, pasando por los alumnos y llegando hasta sus oídos, por eso, decidió desde aquel comentario bañarse siempre, afeitarse y vestirse con ropa formal cada vez que fuera al trabajo. Pero el buen aseo dejó visible un rostro plagado de huecos originados por el acné en otro tiempo y que ahora hacían una verdadera superficie lunar en su cara.

Así, mientras avanzaba, uno de los alumnos avistó su llegada.

-          ¡Cállense, viene car´e cancha!

Todos se ubicaron en sus asientos, bajaron de las carpetas y dejaron de apanar a Ortiz. Cual estudiantes aplicados, empezaron a copiar por fin lo que había en la pizarra que Calero había escrito sin que nadie entienda, salvo Jesús.

-          ¡A ver! ¡Adelante los causantes de toda la bulla!

El apodo care´cancha vino de los de quinto el día que lo vio sin barba, impecablemente afeitado más el uniforme siempre verde. Su rostro vislumbró el mismo color de la cancha serrana y una respetable cantidad de agujeros en las mejillas, producto de reventarse los barritos con las manos. El apodo empezó a trabajarse en una conversación banal, hasta que se hizo realidad al ver la cancha serrana que se vendía en el kiosko con un ají verde que solía picar mucho. Desde entonces se pedía “dame un carrasco de a cincuenta”, siempre observando que ningún profesor se percate de la broma.

Pero ahora, y como siempre, nadie saldría, todos se cubrirían para que ninguno fuera castigado. Ya estaban acostumbrados, Car´e cancha insistiría, preguntaría a los más chancones que dirían que no se dieron cuenta porque estaban copiando lo de la pizarra, amenazaría con dejarlos sin recreo, luego les daría el “sermón de las tres horas” sobre el mal comportamiento, el futuro del Perú y el honor a los valores que la nación está perdiendo. Sólo era cuestión de resistir cuarenta a sesenta minutos hasta que Carrasco sea llamado por otro auxiliar a resolver otro problema en otro salón. Luego de ello, molestarían por fin a Guadalupe tras varios días sin encontrar manera de colocarle un apodo o burlarse de una niña insoportablemente correcta.

-          Fui yo, profesor.

Ortiz se levantó de su asiento mientras repetía: “si profe, fui yo”. Esta era una experiencia nueva para Carrasco, la primera vez tras múltiples intentos que un alumno cedía a sus fracasadas técnicas. El salón entero clavó su mirada en Ortiz. Por primera vez alguien cedía y un profesor ganaba en un colegio donde los alumnos y alumnas hacían lo que querían.

-          Vamos a la Dirección.

Un palazo en las piernas acompañó el cruce del umbral de la puerta, tras las risas de todos. Mientras recibía más golpes de Carrasco, el salón entero miraba por la ventana y por la puerta el camino de Ortiz hacia la Dirección. Car´e cancha estaba tan emocionado por su victoria que ni siquiera había preguntado que había hecho el alumno para generar tremendo alboroto, lo importante para él es que había conseguido una victoria sobre el salón más inquieto del colegio y esto merecería que no lo despidieran, como planeaban hacerlo en un mes.

-          ¡Camine alumno, apúrese!

Ortiz hizo el ademán de haber sentido el palazo en la pierna y empezó a frotársela mirando las ventanas de su salón, buscó los ojos de Guadalupe en vano. Ella era una chancona, no saldría si un profesor decía que nadie lo hiciera, siempre hacía caso.

-          Director, le traigo al causante del alboroto en Tercero “C”.

Ya en la Dirección, Ortiz se sintió tranquilo. El resto del día hablarían de su confesión, de lo estúpido que había sido, de los palazos camino a la Dirección, de lo sonso que era. Delatarse a sí mismo era una victoria para Carrasco quien ahora iría más seguido a Tercero “C”, buscarían las mochilas, descubriría quizá los naipes, los cigarros y las revistas porno que escondían. El salón tenía mucho en que preocuparse, se dedicarían ahora a ver donde esconder todo lo que habían traído, Ortiz se había ganado una buena, muy buena marginación colectiva como escarmiento.

-          ¡Cómo se le ocurre generar ese desorden! ¡Qué cosa tiene en el cerebro alumno!

Escuchaba el típico discurso del Director, intentando ocultar una sonrisa. En su salón, ya la habrían  dejado en paz, más preocupados por él y en la posible requisa.

En cada reglazo en el trasero, imaginaba la tarde convirtiéndose en noche, el silencio de las veredas y la sonrisa de Guadalupe mientras caminaba.

II

Querido diario:

Papá se ha enojado mucho hoy, me ha lanzado un grito y una bofetada. He llorado, pero se han mezclado unas ganas de largarme  de mi casa y la pena que siento por él. Dice mamá que lo perdone, que es porque ha perdido su trabajo. Ahora tenemos que mudarnos, cambiarme de colegio, olvidarme de mis amigos. Dice que los podré volver a ver el próximo año, que todo es temporal. No le creo.

Lo que más me molesta es que no me lo dijo él, lo escuché en una conversación que tenía con mi madre mientras estaba en su cuarto. “Negra, me despidieron hoy, sabía que reclamar por mejoras laborales tenías consecuencias, carajo”.  Mi madre preguntó por mí “¿Y ahora, como haremos con el colegio de Guadalupe?”. La respuesta de mi padre fue sencilla y odiosa, “nada, la cambiaremos a un estatal, eso es todo. Además, nunca ganará la beca por primer puesto”. Entonces entré y me metí en la conversación. Le grité, “¡siempre es así! ¡Siempre tienes que sacrificarnos por lo que crees! ¡Siempre por tus estúpidas ideas! ¡Qué culpa tenemos nosotros de que los demás…..”. No me dejó terminar, fue tan rápido y tan doloroso. Las manos de mi padre en mi rostro, pero no para acariciarme, no para decirme que estaba orgulloso de mí, que me quería, que era su engreída, era para callarme. Una gran bofetada que me duele más su recuerdo que el dolor mismo.

Tengo el labio hinchado y la mejilla demasiado roja. Mañana no iré al colegio, tampoco los demás días. ¿Qué le voy a decir a mis amigas? ¿Qué le voy a decir a mis profesores? ¿Me tengo que ir derrotada por el estúpido y sobón de Martín? Ese idiota, siempre franeleando a todos los profesores, a la Directora, al conserje, a los demás. Siempre diciendo que no ha estudiado nada cuando ha repasado toda la noche, siempre pidiéndome ayuda y yo negándosela para después arrepentirme cuando pone su carita de miedo. Ayúdame Guadalupe, ayúdame pues, si pierdo la beca mi papá se enoja. ¿Y yo tarado? (perdón), me da ganas de decirle, pero siempre lo ayudo. Ayudo a todos caray (perdón), les enseño lo que no entienden, les ayudo con las tareas, a veces las hago por ellos, me quedo un ratito más en el cole solo para ayudarlos, porque me dan pena, porque me gusta sentirme útil, porque siento que arreglo el mundo aunque sea un poquito…detesto a papá.

Mi mamá vino en la noche, después de la cachetada. La cólera de papá la asustó, dice que no lo veía tan enojado desde la protesta esa que encabezó en la Universidad. Mamá dice que mi papá siempre fue respetado en La Cantuta, que tenía mucha gente que lo seguía y que siempre luchaba por los derechos de sus amigos, que nunca terminó su carrera por eso (lo odio). Dice que lo conoció así, revoltoso, rebelde, siempre protestando, con un jean azul despintado, un polo negro o rojo, una casaca ploma larga y un morral donde guardaba sus libros y algunos cuadernos con cuentos y poesías. No me importa eso, me aburre que me cuente de alguien que sólo le importa él, sentirse importante salvando a todos menos a él. Hubiera sido mejor si yo no hubiera nacido, de repente así él se podía dedicar mejor a lo que le gusta hacer, salvar a los demás.


No iré al colegio ya y entraré en un estatal muy pronto, no me despediré de nadie, no participaré del concurso de literatura. ¿Quién ayudará a los demás a hacer las tareas? No me importa, sí me importa…ay no sé. ¿A qué colegio iré ahora? Dicen que hay uno llamado el Olimpo, está en Salamanca pero en la zona de rateros y pirañas, que miedo. Que fastidio.